La universalidad y la gratuidad (relativa, siempre relativa) de la educación en nuestro país han supuesto el acceso al sistema educativo de millones de niñas y niños. Desde el inicio de la educación obligatoria se han ido sucediendo cambios y (des)ajustes en base a avances sociales, políticos y económicos. El sistema se mantiene y parece que funciona, hasta que una situación de alarma sanitaria hace que se pongan de manifiesto todas sus carencias y desatenciones.
Las autoridades educativas proponen, asoman, esperan, exploran, en fin, generan incertidumbre en las familias y confusión en el profesorado con su no-toma-de-decisiones. Todas las acciones van orientadas hacia dos aspectos: por una parte, la evaluación, esto es, factores cuantitativos y finalistas sobre períodos inconclusos, la medida numérica de objetivos conseguidos en espacios de tiempo acortados, y vividos por las familias desde el 14 de marzo como lo que es, una situación de crisis para la que no hay una fecha fin concreta.
Y por otra parte, la brecha digital: será una obviedad mencionar la ausencia de dispositivos en los hogares, la imposibilidad del acceso a internet, la falta de competencias tecnológicas o cuantas otras dificultades se planteen en este ámbito. Y sin embargo no es el desconocimiento sobre aplicaciones o no disponer de suficientes tablets lo que dificulta el aprendizaje en estos días. Se pone de manifiesto una brecha mucho más presente y relevante, la brecha socioeconómica que sufren muchas familias. Borremos de nuestra mente esa imagen de familia normalizada, que convive en armonía en una vivienda completa y distribuyen las horas del día en combinar actividades tanto formativas como lúdicas, que entienden y potencian la cultura como valor determinante en el desarrollo de las personas. La realidad actual incluye familias con situaciones diversas:
- Familias que se han quedado sin empleo, en ocasiones acogiéndose a un ERTE (por el que todavía no han percibido prestación alguna), en otras ocasiones con un despido y sin alternativas de futuro. Personas con empleos de mayor precariedad, tal como el sector del empleo doméstico, en muchas ocasiones dentro de la economía sumergida sin ni siquiera mediar un contrato laboral, por lo que no podrán acogerse a ninguna de las ayudas extraordinarias propuestas por el Gobierno.
- Familias que ya no contaban con empleo de forma previa al estado de alarma y su situación ahora es de pobreza extrema. Personas que por su situación laboral no podrán acogerse a la moratoria de hipotecas y alquileres, que tendrán que asumir una deuda que seguirá aumentando estos meses, y arrastrarán cuando finalice el confinamiento. Familias que ya no pueden hacer uso de los comedores escolares, que basan su alimentación en las ayudas recibidas de entidades sociales en forma de paquetes de alimentos, con unos niveles nutricionales cuestionables.
- Madres y padres que no pueden optar por el teletrabajo y no cuentan con apoyos familiares para el cuidado de sus hijas e hijos, ni tienen posibilidades de conciliación. Familias monomarentales, con necesidades urgentes y específicas, que quizá no cuentan con los servicios básicos.
- Enfermedad, quizá lo más obvio, hay familias que han enfermado por el covid-19 y están pasando el confinamiento en centros hospitalarios o la cuarentena en sus hogares con síntomas controlados. Ha habido fallecimientos, y las familias viven su duelo en aislamiento, con la carga emocional que ello supone.
- Familias migrantes con dificultades idiomáticas y sin demasiado apoyo social, lo que hace imposible la colaboración con la comunidad educativa y el seguimiento de los planes de estudio que se plantean en cada curso.
Desafortunadamente, no todos los casos de familias vulnerables son debidos al estado de alarma actual, sino que la crisis sanitaria ha visibilizado estas situaciones y prevalecerán una vez que finalice el confinamiento.
No se está dando respuesta a las situaciones de mayor vulnerabilidad, lo que a la larga generará mayor discriminación de las familias con más dificultades. Quizá sea excesivo buscar la responsabilidad de familias y profesorado para asumir la función de continuar con los planes educativos, de potenciar el acceso a la cultura. Quizá sea necesario mover el foco de responsabilidad de estos dos agentes, pues carecen de los medios, y aún así han mostrado su compromiso a la hora de que las niñas y niños continúen con su formación. El profesorado se ve obligado a asumir un acompañamiento en muchos casos muy difícil si no imposible, en lo que se refiere tanto a la participación del alumnado como la colaboración con las familias, así como la adaptación a situaciones especialmente complicadas, que exceden de sus competencias docentes. La responsabilidad educativa va más allá de la adquisición de competencias y el rendimiento académico, es el motor del desarrollo psicosocial y cognitivo durante la infancia y la adolescencia, un punto de referencia crucial sobre el que establecer la identidad personal dentro de una comunidad concreta, es la plataforma de desarrollo social que nos configura como personas participantes dentro un colectivo de referencia. Y por otra parte, la educación es el factor clave para romper el círculo de exclusión que heredan las niñas y niños de sus familias con mayor vulnerabilidad socioeconómica. Todo esto no puede lograrse a través de una formación virtual.
Hay que tomar decisiones, ya, después de 4 semanas de confinamiento la comunidad educativa necesita respuestas concretas, directrices ágiles, procedimientos menos burocratizados. Pongamos el foco en la infancia, recojamos sus necesidades y demandas, favorezcamos los vínculos y creemos redes de apoyo, mantengamos el contacto interpersonal, apoyemos a las familias en este momento especialmente difícil, que todas tengan la cobertura necesaria al menos en cuanto a servicios básicos y acceso a la educación, tomemos medidas que potencien la normalización, la facilitación y la inclusión de todas y todos, docentes, familias, niñas y niños, comunidad educativa, colectivos diversos y población en general.